"El alcohol y la nostalgia", de Mathias Énard



Son tres los nombres que integran la historia de este libro: Janne, Vladímir y Mathias. Y la voz del último de ellos quien urde la trama. Mathias habla con el recuerdo o el cadáver de Vladímir durante un viaje en tren de un punto a otro de Rusia (Moscú - Novosibirsk) que tiene por objeto enterrar a éste en su pueblo natal. A veces también se interpela a sí mismo o nos interpela a nosotros, los hipotéticos escuchas.

El libro es y está organizado como un soliloquio que no escatima la tradición modernista, cuenta con sus respectivas alteraciones sintácticas y, en tanto, con una utilización destructiva de la puntuación[1]. Como para justificar intradiegéticamente el descalabro que ello supone, no en vano Mathias viaja borracho, y bebe una copa tras otra en honor del recuerdo y el cadáver de Vladímir (excepto una ocasión en la cual, de mañana y cansado, se encamina hacia el samovar a por una taza de café). Esto es lo fundamental del libro y ya reluce en el primer párrafo. El alcohol y la nostalgia, se titula, una nouvelle de cien páginas que merece la pena ser leída. Su autor, Énard, tiene además una prometedora bibliografía en su haber con trabajos como Zona o La perfección del tiro



     
Desde el presente del relato, donde la voz narradora se ubica, y memoria a través, se cuenta  la historia que lo antecede y también es la historia de otro viaje. Una década atrás, Mathias  se considera un postulante a escritor, francés, que vivía con Jane, también francesa; ésta se marcha a Rusia por razones de estudios y él, a medio camino entre la frustración de sus afanes y el hartazgo de la drogadicción a solas, decide seguirle los pasos unos meses después. Ya en Rusia, formarán un trío de amigos junto a Vladímir y luego, con indefinido tiempo de por medio, Mathias regresará solo a Francia; sucede una elipsis de diez años de cuyo contenido no tenemos idea hasta que recibe una llamada de Janne informando de la muerte de Vladímir. Es cuando tiene lugar su segundo viaje o, más que viaje, peregrinación a Rusia. Toda la información al respecto, claro, se refiere desordenadamente, y en su mayoría a través de menciones escuetas que asoman por un discurso a medio camino entre la  evocación emocional y la reflexión. Escenas, hay pocas, y si las hay, son breves. Así, como es típico en esta línea narrativa postmodernista (de la que también participan varias voces contemporáneas de rigor -parece interesante resaltarlo- como pueden serlo la de Lobo Antunes o, se me ocurre, más emergente, la de Gonzalo Torné) la elasticidad del espacio tiempo es uno de los fundamentos estructurales de la puesta en trama. 

Ahora bien, el quid del relato deviene cuando el lector, a medida que avanza en la lectura, contrapone el primer viaje y el segundo y -si es que presume de lector sensible (lectores que no abundan)- se asusta y solidariza con Mathias. Si bien es de suma importancia reconocer los mecanismos con los que un escritor trabaja a la hora de poner una historia en trama, no es propio eludir el resultado de su puesta en marcha y proponerse detallar qué clase de realidad emana. En este caso, y por las características formales del texto ya mencionadas, dicha realidad en lugar de quedar asfaltada ofrecerá un recorrido tupido de obstáculos (pero, no obstante, dada la ligereza de la prosa de Énard y algún que otro pespunte lírico, ésta también se volverá entretenida y más que digerible). Tampoco cabría otra opción. El viaje -que, como buen viaje, es un re-conocimiento y no un paseo automático- estimulará en Mathias toda una serie de violencias: la Rusia que él había conocido, ya no es la que gradualmente se presenta del otro lado de las ventanillas del tren; ni él es el mismo que la vio por vez primera, ni lo son sus compañeros.



    
De hecho, la Rusia presente se diría que no existe. Cada trazo del panorama es un pellizco en la memoria de Mathias y trae consigo multitud de datos. Cuando cruza San Petersburgo o Ekaterimburgo, por ejemplo, se refiere a la historia de estas ciudades según las vivencias que tuvo allí o según la relación que éstas mantuvieron con distintas personalidades de la literatura rusa, como Gógol, Pushkin o Tolstoi, que tanto tuvieron que ver en su etapa de postulante a escritor y de los cuáles tanto aprendió durante su primer viaje. Página a página, la memoria de Mathias buscará, no sin cierto patetismo, afirmar sus contenidos en un tiempo y un espacio que, sin embargo, la rechazan. Vladímir ha muerto; Janne ya no lo quiere; él avanza borracho hacia un entierro que tiene mucho de elegíaco.

Pero sin esa falta de acoplamiento entre el presente y el pasado, no habría historia posible, ni tampoco forma de experiencia posible. Es esta clase de literatura, que problematiza y dificulta el reconocimiento de la realidad presente no sólo del personaje sino, con sus personajes, también la del lector, la única meritoria. Así el libro se transforma en un espacio discursivo donde se perpetra el alumbramiento de una realidad hasta entonces escondida  -por la pasividad de las rutinas, por el pulso de lo automático-, que no es sino una violencia originaria, una desconexión crítica entre el sujeto y el mundo. Tal es lo que ilustra "El alcohol y la nostalgia" de primera mano: la sorpresa terrible de una conciencia incapaz de adecuarse a su circunstancia, ante la cual reacciona con miedo y temblores. El viaje es sólo un soporte. El libro no trata de un viaje, sino de su trascendencia ontológica. Los viajes, a secas, son cosa de un mal libro.    

     Todos estos detalles dan de sí una golosina y una generosa prospección de la carrera literaria de Mathias Énard. 
       Queda en manos de los narradores por venir insistir en sabotajes de este tipo.     


Iago Fernández



[1] La segunda frase del libro es ya: "Después de haber visto Moscú me haces esto, callarte, demasiado ebrio, puede que emborrachado por la vida te hayas dejado ir mientras el tren llega precisamente a Vladímir: tengo una historia que contarte, Vlado, la escuché en Moscú, ya sabes, esa ciudad familiar y gris, con sus coches, las sorpresas de los bulbos de oro, flores amistosas que chorrean lluvia." Y a veces, el soliloquio incluso coqueteará con lo cacofónico: "(...) reconocí su voz, diga, yo también dije diga, ¿diga?, ¿diga? , ¿Jeanne? Mathias, dijo ella (...)". 

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