"Agosto, Octubre", de Andrés Barba



Vencer los premios Ramón J. Sender, Juan March, Torrente Ballester, ser finalista del premio Herralde y figurar en la nómina de la revista Granta, son cinco de los galardones que resguardan los trabajos que Andrés Barba (Madrid, 1975) dispone en la palestra del mercado literario contemporáneo. A estas alturas del partido, ya no coordino necesariamente los galardones de un autor con la calidad artística que le supondrían, pero me alegra coincidir con que Andrés Barba sí guarda méritos propios para la obtención de tanta alhaja. Tras leer su segunda obra, La hermana de Katia, me prometí concederle mi tiempo en otra ocasión, más que satisfecho por haber dado con una novela joven cuya modulación estilística quedaba bien resuelta, su montaje bien trabado y a punto su perspicacia psicológica. Ayer le cedí el turno a Agosto, octubre, su penúltima novela (corta), publicada en Anagrama.




Ésta se encuadra en la línea realista que le es propia al autor, con la siguiente salvedad, y es que el acento psicológico es de primera magnitud. En sus anteriores trabajos, Barba ya mostraba cierto gusto por someter a un solo personaje a altos grados de focalización, pero en "Agosto, octubre" serán los propios derroteros psicológicos quienes culminen la historia (de manera inesperada y más bien triste).

Se nos cuenta la historia de Tomás, un quinceañero que viaja junto a su padre, su madre y su hermana pequeña a veranear a un pueblecito costero, donde vive su tía, Eli. De ahí en adelante, la trama es lineal y sencilla: con acertada progresión, Tomás entrará en contacto con el sexo, la violencia y la muerte durante ese verano de la adolescencia que, una vez cifradas las determinantes experiencias, tomará una altura mítica: será ya el Último Verano de su adolescencia, umbral entre la adultez y el juego, la permisividad y la culpa. El exilio del mundo del niño al mundo del adulto, se perpetra cuando, en lugar de acudir al club de campo a reunirse con sus amigos de otros veranos, camina hasta la ría y allí hace amistad con el Tejas, Pablo, Marcos y Rivero, chicos salvajes de bajo estrato... Las vivencias que acumula con la cuadrilla, marcharán en paralelo con una tragedia familiar y ambas convergerán al final de la primera parte del libro en un crimen. La segunda y más corta parte del libro, trata del correspondiente castigo y su resolución.       

Lo más interesante de la novela, no obstante, es el mundo que se despliega con la conciencia del protagonista y cómo sus distintas estancias van mudando. Por el comienzo de la narración, ya se anuncia el desgarramiento entre esta conciencia y la realidad a la que se aproxima: "Y había sentido una especie de feroz desacuerdo entre lo que era y lo que veía", se dice cuando Tomás se mira al espejo. La adolescencia queda plasmada en términos mucho más serios de lo habitual, es decir: ya no se trata de una seriación de síntomas biológicos o estampas de rebeldía sin mayor trascendencia; supone, en primer lugar, un desbarajuste ontológico. El desgarramiento entre la conciencia y la realidad a la que Tomás vivía acostumbrado comienza en su cuerpo y continúa con su núcleo familiar: "Fue como si descubriera entonces en ellos rasgos falaces, vulgares. Aparecían entonces, a la despiadada luz e la normalidad, como dos personas blandas, llenas de miedo o de pasiones reprimidas", pensará de sus padres tras una disputa. Y este desgarramiento, por supuesto, demanda un avance por su parte, en busca de un mundo otro cuando el suyo despierta  como inhabitable: "Caminó hacia la ría porque no se debía caminar hacia la ría".


Andrés Barba manipulando una letra


Luego las primeras peleas, las drogas, la muerte, el sexo opuesto...

Y, seguidamente, la caracterización de ese nuevo mundo que no llega más que a bosquejarse a lo lejos. Con sumo cuidado, el autor apunta cuáles son las señas de entrada en él: "Tomás",  dice el protagonista en la página 37; no sabemos su nombre  hasta que la nueva cuadrilla se lo pregunta, es decir, hasta que se pronuncia en una región donde ha de presentarse como sujeto responsable de sí, por el cual nadie va a responder. Se trata de una región donde las acciones no quedarán libres de carga, y así cuando él anuncia con severidad: "Voy a follar esta noche", se cuadra la tragedia que tendrá que enmendar por sí mismo más adelante. Prosigue el paso decisivo en una inmersión sin retorno: donde el autor muestra una finura notable en el uso de los tiempos verbales y se establece como sensible hacedor de relatos. Y termina, maravillosamente, la novela.

Tenemos en mano un libro bien resuelto, con un tratamiento nada banal de temas que a todos nos atañen y que se lee, sin ningún tipo de esfuerzo, en el transcurso de una tarde. Recuerda a Balzac, recuerda a Dostoievski y a James; Andrés Barba rescata hoy día un venero de formas narrativas cuya excelencia contemporánea, que no su proliferación, brilla por su ausencia.

Síganle la pista a Barba; es joven, hace buenos libros y quizá realice obras aún mayores.


Iago Fernández


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