Comentario acerca de "Madame Bovary". Contra Vargas Llosa; en favor de Sarraute.


     No releí Madame Bovary para renovar la conmoción del primer encontronazo, sino con la intención de encarar determinados interrogantes sobre su arquitectura. En muchas ocasiones había oído mencionar la pulcritud constructiva de Flaubert y, cinco años después del primer reconocimiento, sólo recordaba su neurosis por el "mote juste". 

     Las divergencias entre una primera y segunda lectura fueron precisas e instantáneas. Madame Bovary ya no me suscitaba la menor identificación, sino todo lo contrario: una considerable antipatía, que a veces se trocaba en conmiseración durante los pasajes más punteros. Su ingenuidad me resultaba intolerable; su autocomplacencia, su inmoralidad, su inconsecuencia, su egoísmo y falta de empatía para con el dolor ajeno, carentes de ninguna justificación que no fuera la ceguera. En segunda instancia, como consecuencia, desplacé a Madame Bovary del centro de la novela y comencé a leerla en términos más amplios, buscando el rastro de la representación de una totalidad -llámesele realidad, mundo, vida, etcétera- donde  multitud de historias cobraban sustancia, entre ellas la de Emma.





    La impresión de la segunda lectura fue todavía más favorable que la primera, y si un libro soporta lecturas a edades diferentes se trata sin duda de un gran libro. Madame Bovary quedó inmediatamente encumbrada -junto a novelas de Proust, Faulkner, Nabokov o Woolf- en mi ranking particular de obras maestras y poco después busqué bibliografía complementaria. Uno de los herederos de Flaubert más distinguidos de las últimas décadas es Mario Vargas Llosa, que dispone de un ensayo sobre dicha novela, La orgía perpetua, obra exegética de primera magnitud, amena, asequible y no por ello negligente que cumple lo que promete en doscientas páginas.

       La orgía perpetua se divide en tres secciones: la primera matiza la recepción de la novela por parte de Mario Vargas Llosa en tanto que lector, humano, prejuicioso y sensible; la segunda es un análisis de cariz más formal sobre la gestación de la novela y la tercera, la explicación de su preponderancia en la historia de la literatura. La primera sección, tal y como el autor advierte, a día de hoy no suele tomarse en consideración a la hora de abordar un texto críticamente, pero sin embargo juzgo imprescindible su planteamiento. Aún considerando excelentes las disquisiciones de Vargas Llosa, en mi última lectura de Madame Bovary tuve impresiones opuestas a las suyas y, en consecuencia, una visión de la novela distinta.




     
     Lo que Vargas Llosa recalca por encima de todo en la primera sección del libro es su "enamoramiento" de la protagonista, y no duda en defenderla hasta la dignificación como una mujer rebelde, dispuesta a luchar por desembarazarse de las opresiones de un mundo "chauvinista y fálico" y, en definitiva, por el derecho al deseo libre e individual. Yo, repito, no la soporto.

     La rebeldía, en el caso de Emma, no tiene el semblante épico que en el de los héroes viriles de la novela decimonónica, pero no es menos heroica. Se trata de una rebeldía individual y, en apariencia, egoísta: ella violenta los códigos del medio azuzada por problemas estrictamente suyos, no en nombre de la humanidad, de cierta ética o ideología. Es porque su fantasía y su cuerpo, sus sueños y sus apetitos, se sienten oprimidos por la sociedad que Emma sufre; es adúltera, miente, roba, y, finalmente, se suicida. Su derrota no prueba que ella estaba en el error (...), que Dios la castiga por su crimen (...), sino, simplemente, que la lucha era desigual: Emma estaba sola, y, por impulsiva y sentimental, solía equivocar el camino.  

     Tal y como Vargas Llosa reconoce, Flaubert tampoco parecía tener en alta estima a su protagonista: "c´est une nature quelque peu perverse, una femme de fausse poésie et de faux sentiments", le comunicaba a Mlle. Leroyer de Chantepie en una carta.

     Como no podía ocurrir de otra forma, gran parte de "La orgía perpetua" es un escrutinio en torno a la figura de Madame Bovary, los agentes que intervienen en su peripecia -tales como el sexo, el dinero o incluso los zapatos- y su concepción por parte de Flaubert. La primacía que Vargas Llosa concede a la constitución de los personajes es bien sabida: perdona la construcción de las novelas de Steiner o el denostable estilo de Stieg Larsson en favor de Cal Massey o Lisbeth Salander. De nuevo, no coincido. 



¿Cómo que no coincides?


     Desde su publicación, sin embargo, la novela propició diferentes lecturas críticas como por ejemplo la realizada por los autores del nouveau roman. En síntesis, los integrantes del movimiento francés proclamaron a Flaubert como su más insigne padrino e hicieron bandera de su archiconocido "livre sur rien" sujeto por "la force interne de son style". Emparentado con el cine de vanguardia, la pretensión del movimiento sería realizar libros: "casi sin tema, liberados de personajes, de intrigas y de todos los viejos accesorios, reducidos a un puro movimiento que los emparenta al arte abstracto", en palabras de Sarraute.

     Ambas perspectivas coinciden en la importancia neurálgica de la técnica flaubertiana, y por lo demás valoran el libro a tenor de los distintos efectos que ésta produce: la exacta construcción de la humanidad de una protagonista y su peripecia; la difuminación del personaje en un contexto sugerido con idéntica precisión.

Vargas Llosa contradice la lectura de Sarraute con la apostilla siguiente:  

     Pero, en fin, un lector tiene derecho a encontrar lo que pone en lo que lee. La cita de Nathalie Sarraute es de una carta escrita cuando Flaubert se hallaba entregado a Madame Bovary y quien haya seguido la elaboración de esta novela o de las otras, sabe la atención minuciosa que prestaba a las historias -las situaciones, el escenario, los peronajes, la peripecia- (...) Su antojo de "un livre sur rien, un livre sans attache etérieure" es más justo entenderlo, de un lado, como arrebato de entusiasmo por el estilo, y de otro, como una defensa más de la autonomía de la ficción".

   Cabría realizar ciertas puntualizaciones sobre las aseveraciones del autor latinoamericano. Si bien es completamente cierto lo que dice, como él mismo corrobora, otra de las originalidades que ésta contiene radica en la humanización de los objetos y en la objetualización de lo humano. En la sección final de La orgía perpetua se señala cómo, durante los acontecimientos colectivos de la novela, la masa de participantes se torna indistinta y homogénea; en un capítulo precedente de la misma sección, la materialidad que, a través de la descripción, otorga Flaubert a los sentimientos de Emma. Queda patente, entonces, la existencia de un principio de abstracción y amalgama como trasfondo para las peripecias de Emma e, incluso, para la propia materia de su corazón. 

     No es que ese prurito de abstracción no quede presente en Flaubert, sino, simplemente, que Vargas Llosa no pivota la calidad literaria del libro en torno a dicha virtualidad. Por otra parte, la lectura de Vargas Llosa es exclusiva de Madame Bovary: si se aplicara a otras novelas de Flaubert, como Salambó o La educación sentimental, la primacía del personaje en relación con el contexto donde se revuelve sería susceptible de problematización.

     Continuando la tangente del problema, si tenemos en cuanta los presupuestos de la nouveau roman -que Vargas Llosa no explicita en ningún momento- el apadrinamiento de Flaubert no resulta excesivo. La supresión de los personajes dentro del movimiento francés tiene por objeto resaltar el contexto como una realidad inasumible, cuya representación ya no podía estar dirigida por los códigos del realismo decimonónico; y esta impotencia del personaje para intervenir en el mundo también la retratará, por ejemplo, Beckett. De hecho tal y como resalta Vargas Llosa, Madame Bovary es un personaje que fracasa en cualquier intento por oponerse a un entorno determinado y, en la fricción opositiva, lo matiza con todo lujo de detalles. Cuando fallece al final de la novela, el entorno se impone, engulle al personaje y continúa discurriendo por cuenta propia, subrayando la absurdidad de su peripecia.



Maese G. Flaubert

    
     Es algo que Vargas Llosa parece obviar o, en todo caso, menoscabar en su ensayo: la inercia  imparable del mundo donde se inscribe el personaje de Madame Bovary. El narrador de la historia, que a veces hace acto de aparición bajo una primera persona del plural; la objetivación del fiacre en el famoso capítulo, que percibimos a través de un poderoso zoom out; el montaje alterno durante los comicios o la escritura de la carta del amante; la continuidad de la narración tras la muerte de Emma, y antes de su aparición. Es innegable que la maestría técnica de Flaubert, amén de consolidar un personaje como Bovary, genera la impresión de una totalidad dinámica, regida por unas leyes particulares e impuestas por el novelista que subsume la historia de la protagonista.

     Si analizamos los personajes que brotan en la novela, todos aparecen cargados de mezquindades y no hay asomo de valor o nobleza por ninguna parte. Pero la lectura que propone Vargas Llosa es, en cierta medida, trágica y heroica -aunque sea, como indicábamos en la primera cita, un heroísmo de carácter individualista-, cuando Flaubert semeja partir con el mismo rasero el carácter de Emma y el de cualquier otro. Emma fracasa, su búsqueda resulta absurda y sólo contribuye a generar llagas en vidas ajenas; Homais, el boticario, es un lenguaraz usurero, Charles un estúpido nato que llega a provocar la pérdida de la pierna de un paciente, etcétera...

    Incapaz de entendérmelas con Emma Bovary, me aproximo a la lectura de Sarraute, contrario al grueso de lectores de la novela. Es más, la sorpresa de mi segunda relectura resultó ser que, si bien la identificación con la protagonista era ya imposible -con lo cual esperaba una relectura un tanto frígida, quizá-, me identifiqué por completo con los ojos del narrador que, al modo de una cámara cinematográfica, describen el mundo inhóspito donde fracasan inexorablemente cada uno de los personajes. En ese sentido, el único heroísmo posible es la propia escritura de una novela que no cae en la impostura de lo heroico.  



Iago Fernández


6 comentarios:

  1. Albricias! Ya era hora de que alguien lo dijera! Comparto tus impresiones sobre la obra aunque yo no lo hubiera podido explicar tan claramente.

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  2. Hola Iago, entro a vuestro blog a raíz de que te hayas atrvido a compararme con Manny Pacquiao, o cualquier otro killer del ring, en el blog de Tongoy. No es para tanto.

    Excelente reseña. Y no hay que olvidar que los "falsos sentimientos" son en la práctica los que cuidamos con una mayor perseverancia porque son justo los que nos permiten sentirnos a veces medio felices.

    Sobre este asunto, al escribir el "Loro de Flaubert", Julian Barnes lo dejó ya todo meridianamente claro ¿qué más va a caber poder añadirse?.

    Abrazos!

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    1. Hola, Julian.

      Participo en tu opinión sobre los "falsos sentimientos", y reconozco la calidad que demuestra Barnes -sobre todo como estilista- en "El loro de Flaubert".

      P.D: mi preferido en el ring es Ramon Dekkers.

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  3. Acabo de ler a obra e concordo com você. Acredito que os leitores também são parte do olhar crítico sobre as personagem e a protagonista, retrato de um mundo burguês individualista e falido.

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