“El Tutú”, de Princesa Safo, o cómo adelantarse un siglo a las vanguardias


(NOTA: El presente texto, que ha sido ligeramente adaptado, pertenece a una aproximación crítica más extensa a El tutú. Costumbres de fin de siglo, de Princesa Safo.) 


Con el tándem de miedo y excitación que supone adentrarse en terreno literario ignoto, estas líneas aspiran a abrir una primera y modesta línea de acción investigativa sobre El tutú. Costumbres de fin de siglo. Desde el convencimiento de que ésta constituye una joya desempolvada de las vanguardias, una lectura académica de la obra oscila entre lo muy recomendable y lo obligatorio si la Historia de la Literatura quiere mantenerse al día. Una novela que en el siglo XIX palpita la crisis lingüístico-epistemológica moderna, desbanca arquetipos sociales sobre la mujer y las clases altas, revienta el molde de la narrativa de antaño, prefigura el teatro del absurdo y deja pintadas a brocha gorda las cumbres de la vanguardia es una novela que querrán haber leído.





El tutú ha llegado a nuestras manos firmado bajo el pseudónimo Princesa Safo, y fue calificada por Juan Goytisolo como “la [obra] más misteriosa del siglo XIX”. La publicación en 2009 a manos de la editorial Blackie Books constituye su primera aparición en español, a la zaga de la edición francesa de 1991 de Jean-Jacques Lefrère y Pascal Pia, que supuso el rescate de una obra sumida en el olvido y la incógnita desde su distribución inicial. Vale la pena mencionar la edición a cargo de la librería argentina Club Burton, lanzada en diciembre de 2010, que testimonia su llegada a Latinoamérica y el creciente interés surgido a raíz de la edición barcelonesa. En cuanto a su distribución de 1891, el propio Lefrère no descarta que la supuesta tirada (a lo sumo de 500 ejemplares) no llegara a efectuarse nunca. Parece apoyar esta hipótesis que nada más se hayan encontrado cinco ejemplares de la edición decimonónica, todos en manos privadas y de los cuales únicamente dos están completos. Defiende igualmente Lefrère que el autor de la novela sea León Genonceaux, el propio editor belga instalado en París que, al añadir ésta a su ya polémico catálogo de publicaciones, hubo de darse a la fuga para escapar de diversos procesos judiciales. Fue gracias a los clandestinos esfuerzos editoriales de Genonceaux que las obras de Rimbaud y sobre todo Los cantos de Maldoror de Lautreamont empezaran a circular por la Francia finisecular. Dicho esto, y para concluir a este respecto, no se advierte mayor provecho que pudiera sacársele al conocimiento a ciencia cierta del autor, que en cualquier caso sería un escritor apenas documentado, de ninguna utilidad para una crítica biografista.

Esta pequeña introducción a su historia parece bastar para aclarar que el libro en cuestión merece con toda justicia el apelativo de rareza. Y, como se verá en breve, no sólo en virtud de su enigmática autoría y publicación, sino también, y sobre todo, por sus contenidos. El impacto que debió de dejar en su época parece ciertamente nulo. Por ello, devendría absurdo e injustificable consagrar a El tutú como piedra de toque o pistoletazo de salida de las vanguardias experimentales que aparecerían tres décadas después, con el final de la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, su carácter precursor convierte en imperativo realizar un digno reconocimiento y difundirlo en la actualidad. No con el afán de esgrimir un improvisado elogio de su contribución al desarrollo de la literatura (apelativo que, para algunos teóricos, no merece una obra hasta que no posee lectores), sino más bien para beneficiarnos de un texto que supone un claro contrapunto a la visión imperante en torno a la literatura decimonónica.

A buen seguro, uno de los aspectos más llamativos del producto de Princesa Safo es su imaginería y su estética. Es imposible comprender por qué El tutú podría haber sido escrito en la actualidad sin tener esto presente. Aun siendo notadamente vanguardista, se mantiene más fresca que gran parte de los experimentalismos que con frecuencia devienen menores tan pronto como se les desnuda de su valor histórico.

Ya en el capítulo tres se oyen los primeros ecos al futurismo y a Marinetti en una imagen que aúna dos de sus elementos vertebrales, la velocidad y la locomotora: "No hay nada tan hermoso como andar rápidamente. Todo ser humano debería tener una locomotora en cada pierna, un vagón combustible en el trasero y ruedas en los pies" (SAFO, 2009: 25), opina el protagonista. Pero no encontramos aquí el tono radical y panfletario con el que el futurismo tomó estos estandartes para desechar todo lo anterior. Véase a este efecto la fantasía del protagonista, típica de la época, sobre su tren supersónico (París-Lyon en diecisiete segundos): "La idea de que algún día se podría dar la vuelta al mundo en un segundo lo sumía en ensoñaciones" (SAFO, 2009: 50). En línea con el tono cómico-absurdo que reboza la novela, estos pasajes reflejan eso, ensoñaciones, y carecen de un programa ideológico à la Marinetti (o, por recordar lo local, à la Joan Salvat-Papasseit). Con todo, es innegable que en ellos reside la semilla de los visionarios futuristas y su profetización de la modernidad industrial, abanderada por la velocidad.

 Colindante con el futurismo como se encontró Gómez de la Serna en parte de su producción (recuérdese de paso que fue él quien tradujo el manifiesto al español), una lectura cuidadosa revela interesantes coincidencias. Una de sus más célebres greguerías, de 1917, proclama: "Queremos ser de piedra y somos de gelatina". Pues bien, en esta metáfora en torno a la liquidez de la modernidad se halla Princesa Safo también adelantada. Tras la invención del mencionado tren supersónico y el descubrimiento de la vitalina ("un suero concentrado obtenido por el aplastamiento de la cabeza de un niño vivo" [SAFO, 2009: 101]) el mundo queda conmocionado. "La humanidad se convertía en gelatina", nos cuenta en el cierre al capítulo siete. En gelatina se convierten también unas cuantas Historias de la Literatura al tratar de encajar esto en sus arquetípicas tablas, donde el siglo diecinueve contrastaba por su solidez con una modernidad que se hace añicos. Téngase en cuenta que el análisis de Princesa Safo premoniza la cosmovisión que tendría un pionero Gómez de la Serna veinte años después y, de querer sacar punta al lápiz, hasta la teoría de la liquidez de Zygmunt Bauman. ¿Qué configura pues la liquidez para Princesa Safo? El recorte de las distancia –la globalización– y el auge de la medicina –el estado del bienestar–. Brillante. Y hablando de Gómez de la Serna su El incongruente –de 1921, reeditado también por Blackie Books–. Treinta años antes, el molde fragmentario y la lógica ilógica que operan en su autoproclamado “primer grito de evasión novelesca” ya lo había captado su antecesor en París.

Pero el repertorio de coincidencias no queda ahí. Préstese atención a una categórica sentencia del capítulo octavo: "El tiempo era estacionario, no tenía el valor de escurrirse" (SAFO, 2009: 134). ¿No se hallan ahí los célebres relojes blandos de Dalí en La persistencia de la memoria, de 1931? Es asombroso comprobar que semejante icono daliniano, acaso derivado de las implicaciones filosóficas a las que la física de las primeras décadas del siglo XX dieron lugar (recuérdese que la teoría de la relatividad general se difunde en 1905-1915, y con ella la idea de un tiempo que se contrae y dilata), están presentes en El tutú.




La abundancia de animales exóticos es otro de los vínculos entre el surrealismo y la obra de Safo. "Acto seguido le hostigó la idea de comer caracoles sin ajo sobre un caballo sin cabeza que mordiese el bocado a reculones" (SAFO, 2009: 2) o "Veo elefantes que vuelan, veo soles que se arrastran (…) veo bailar a cuatro patas a una sanguijuela con la cabellera flotando al viento; con su mandíbula de acero machaca líquidos y bebe estrellas" (SAFO, 2009: 152) son pasajes que ejemplifican bien esta adhesión a los venideros preceptos surrealistas y que están cargados de su imaginería. Lo mismo ocurre en "Aparecieron cocodrilos por todas partes, se tragaron los cadáveres y desde lo alto de una montaña de carpas vivas Mauri gozó de un espectáculo verdaderamente grandioso". (SAFO, 2009: 46). En primer lugar, consíderese el nulo protagonismo que podría tener en el archivo figurativo del siglo diecinueve –pese a ser éste el siglo de la exploración colonial– el elefante, icono que cobra verdadero protagonismo en los pioneros surrealistas como Max Ernst (vid. El elefante Celebes, 1921) o Dalí (vid. La tentación de San Antonio, 1946). De forma análoga, Ionesco recuperaría más de medio siglo después grandes animales exóticos (vid. su drama El rinoceronte, de 1959). "Saltaba rinocerónticamente, con aires de tonel ambulante, o más de hipopótama parturienta, o aun mejor de rana en estado de embriaguez" (SAFO, 2009: 98), se dice del parto de Mini-Mani, una prostituta bicéfala con desconcertantes ecos al árbol bíblico del Bien y el Mal.

Otros puentes conceptuales podrían tenderse hacia la pintura metafísica de Chirico y su representación de un sol atado con cuerdas y arrastrado por el suelo (vid. Interior metafísico que se extingue, 1971, El sol en el caballete, 1973 o Sol naciente sobre la plaza, 1976). Por último, sin querer hacer de esto una excesiva analogía literatura-pintura, pero aprovechando que es en la pintura donde mejor se observan estos enlaces, compárense obras como El placer (1927) de Magritte, en la que una mujer devora un pájaro, con episodios como el del capítulo tercero, en el que la Ponedora (pseudónimo de la prostituta amante del protagonista) hace lo propio con las visceras de un gato de la calle tras perder un sorteo en un bar. Asimismo, se describe un restaurante en el que "una tórtola domesticada revoloteaba de una pieza a otra, defecando en los platos" (SAFO, 2009: 25). La ingestión de animales inusuales, que está entreligada también con la intención de descontextualizar objetos, mezclar realidades no antes conectadas y, cómo no, el afán escatológico de provocación, es una constante que persistirá en las vanguardias. Dalí, cincuenta años después, hablaría del placer inmenso que le provocaba que las moscas se le posaran en la comisura de los labios; tanto así, que se untaba las puntas del bigote con miel.




Y por qué no mencionar una coincidencia tan curiosa como azarosa: a Princesa Safo parece escapársele el célebre verso que Yeats escribiría en 1919 cuando hace que Hermione asevere que "todo se desmorona" (SAFO, 2009: 148), inicio del poema “La segunda venida”.

Como colofón, es de sobra conocido el interés de las vanguardias, en especial del surrealismo, por las teorías freudianas en general y el psicoanálisis en particular. Pese a que hasta 1913 no vería la luz el manual Tótem y tabú, la relación de deseo entre Mauri y su madre refleja de forma hilarante lo que en tipología de don Sigmund vendría a llamarse complejo de Edipo de carácter positivo. Esto, que tan mal suena puesto así, para Princesa Safo se traduce en un desenlace por todo lo alto: sexo incestuoso en un tren público sobre el ataúd de la ex-mujer.

En definitiva, incluso una somera evaluación como la presente sirve para esbozar la situación privilegiada en la que El tutú, publicado por Blackie Books, se encuentra ahora mismo: capaz, por un lado, de captar lectores actuales para que la disfruten de una sentada y equipada, por otro, de un arsenal de cuestiones con las que provocar al sector académico. Fuera quien fuera, Princesa Safo fue en esencia eso, una provocadora. Irreverente con Dios, con el París finisecular, con la narrativa canónica, con la corrección ortográfica, con el lector serio ("¡no fuimos hechos para una existencia tan importante!" (SAFO, 2009: 105) y hasta consigo misma. No podía estar más rotundamente equivocada la madre del protagonista al reprocharle a su estrambótico hijo: "¡me lastimas profundamente, tan sólo has sido hombre de tu siglo! "(SAFO, 2009: 137).


Gaizka Ramón



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